La Caminata por la Paz y los efectos de la polarización promovida por López Obrador
Por Cecilia Gonzalez/ RT Internacional
Pedían paz y los recibieron con empujones, gritos, insultos y descalificaciones.
Esa fue la agresiva respuesta que simpatizantes del presidente Andrés Manuel López Obrador les dieron a los integrantes de la Caminata por la Paz que marcharon durante tres días, desde Cuernavaca hasta el Zócalo de la Ciudad de México, para denunciar los asesinatos o desapariciones de sus familiares. Para exigir, de nuevo, las respuestas, la atención, la justicia, las políticas de derechos humanos que no llegan por parte del Estado.
La reacción de los lopezobradoristas es apenas un reflejo del impacto que tienen los discursos de odio que promueve el presidente. Todo aquel que lo critica, por mínimo que sea el cuestionamiento, es descalificado como opositor, conservador, ‘fifí’, neoliberal, de derecha. Son “ellos” los malos contra “nosotros”, los buenos del gobierno. O se está con unos o con otros.
El discurso maniqueo que a diario sale de Palacio Nacional azuza la dañina polarización que divide y dificulta consensos sociales y radicaliza posiciones, tal y como ocurre en otros países. El resultado es que los seguidores del presidente se sienten amparados en sus actitudes belicosas. En las redes estallan de manera permanente ataques contra quienes se atreven a reprobar determinadas estrategias oficiales. Ya en persona, las acusaciones mutan en agresiones físicas sin que haya condena alguna por parte de López Obrador, ni llamados para que sus seguidores eviten todo acto de violencia.
Lo viven, por ejemplo, los periodistas que cubren las conferencias presidenciales y que enseguida son insultados en masa en las redes sociales o increpados en las calles por “incomodar” al presidente y “hacerle el juego a la derecha”.
El escarnio lo padecieron ahora las víctimas de la guerra contra el narcotráfico. Padres y madres, hermanos, amigos de algunos de los cientos de miles de asesinados y decenas de miles de desaparecidos estuvieron encabezados por Javier Sicilia, el poeta que hace nueve años se convirtió en activista después de que asesinaran a su hijo y que fue repudiado por un grupo de lopezobradoristas que juntaba firmas para enjuiciar a expresidentes mexicanos. El desdén se replicó al resto de las personas que acompañaban la marcha, incluidos los periodistas a los que les gritaron “chayoteros” (corruptos). A algunos, hasta sus libretas les arrebataron bajo la acusación de que “no cuentan la verdad”.
La sangre no para
En 2011, Sicilia realizó la primera marcha por la Paz con Justicia y Dignidad. Ya habían pasado cinco años del inicio de la guerra y las víctimas se amontonaban con plena impunidad e indiferencia por parte del gobierno de Felipe Calderón. El poeta se erigió como una potente voz de la sociedad civil. López Obrador, entonces líder de la oposición, se sumó a sus críticas.
Pero ya en el poder, la alianza se desvaneció. Más de un año después de que López Obrador asumiera la presidencia, algunas organizaciones de derechos humanos le siguen dando un periodo de gracia con la esperanza de que pronto haya resultados concretos en favor de las víctimas. Otras no escatiman reproches desde que el presidente rompió su promesa de sacar al Ejército de la guerra y creó la Guardia Nacional.
Los reclamos aparecieron desde el primer día de su gobierno, ya que en su toma de posesión López Obrador anunció la creación de una Comisión de la Verdad por los 43 estudiantes de Ayotzinapa, desaparecidos en septiembre de 2014, y que es el caso de violaciones de derechos humanos en México que ha tenido mayor repercusión internacional. De inmediato, organizaciones de familiares le recordaron que hay decenas de miles de desaparecidos que también esperan justicia. Un par de meses después, el presidente anunció un plan nacional de búsqueda de personas desaparecidas.
El problema es que parece que Ayotzinapa sigue siendo la prioridad. El secretario de Derechos Humanos, Alejandro Encinas, ya anticipó que pronto habrá novedades sobre la causa judicial y que se derrumbará la “verdad histórica” que quiso imponer el expresidente Enrique Peña Nieto al hacer creer que los estudiantes fueron secuestrados y quemados en un basurero por narcotraficantes para exonerar así la complicidad de las fuerzas de Seguridad (es decir, del Estado) en el crimen. El nuevo informe despierta expectativa y esperanza para los familiares de los 43 pero, ¿qué va a pasar con el resto de las desapariciones?
Este mismo mes, Encinas informó que en México hay por lo menos 61.637 personas desaparecidas, 5.184 de ellas registradas durante el primer año de gobierno de López Obrador. La cifra, escalofriante, ni siquiera es total porque todavía falta la actualización de datos de la Fiscalía General de la República y de otras fiscalías estatales. A ello se suma el hecho de que, con más de 30.000 asesinatos, 2019 se convirtió en el año más violento de la historia de México.
La crisis humanitaria no se detiene. Más bien crece sin que el presidente pueda presentar resultados efectivos de la pacificación que, se supone, es uno de sus principales objetivos. La sangre es tan cotidiana y abundante que son pocos los casos que logran desatar una conmoción social. Una de ellas ocurrió en noviembre pasado, cuando tres mujeres y seis menores de edad de la familia LeBarón fueron ejecutados en Sonora. Es una de las masacres que ya marcaron al gobierno de López Obrador.
En este contexto de violencia creciente e interminable fue que Sicilia convocó a una segunda marcha por la paz junto con el activista Julián LeBarón.
Y por ser crítico, el poeta en particular y la marcha en general fueron convertidos en enemigos y blanco de ataques de fanáticos presidenciales.
El presidente se negó a recibir a los miembros de la Caminata con el pretexto de que no quería “hacer un show” ni usarlos como propaganda. En respuesta, en la marcha abundaron los carteles escritos a mano que aclaraban: “No somos un show. Esto es dolor”. Voces oficialistas se burlaron de la capacidad de convocatoria que tuvo la movilización. Fueron pocos, dijeron para descalificarla, como si no bastara una sola víctima para respetar su dolor, su lucha por justicia ante el asesinato de un ser querido o el desespero de la búsqueda ante su desaparición. Otros pusieron el foco en políticos y periodistas opositores a López Obrador que, efectivamente, usaron la marcha en beneficio propio, pero que en todo caso son los menos importantes. Lo fundamental, lo prioritario son las víctimas que caminaron en un esfuerzo de visibilizar su tragedia y apelar al apoyo y solidaridad del resto de los ciudadanos.
Ya en el Zócalo, en una reacción extrema, los lopezobradoristas trataron de impedir el paso a la Caravana por la Paz entre empujones y gritos de: “mentirosos”, “vendidos”, “¿cuánto dinero les dan?”, “¡fuera!”, “pinches teatreros!”, “derechosos”, “¡vende patrias!”, “¿por qué no les reclamaron a Calderón o a Peña Nieto?”, “¡es un honor, estar con Obrador!”.
La escena fue desconcertante. Triste. Más preocupante aun fue que esta mañana el presidente no repudió la intolerancia de sus seguidores que violentaron a víctimas de la violencia. Al contrario, con sus habituales adjetivos estigmatizantes, ubicó de nuevo a los manifestantes en el papel de opositores. Los relacionó con “organizaciones afines al conservadurismo” que no reclaman a gobiernos anteriores y que nada dicen, por ejemplo, del exsecretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna, detenido en Estados Unidos por presuntos vínculos con el narcotráfico. “Padecen amnesia y todo lo empiezan a ver como que hasta ahora están abriendo los ojos a partir de que llegamos nosotros”, se quejó.
El presidente se equivoca. Sicilia denunció a García Luna desde 2011 y, en su discurso en el Zócalo, dijo con claridad que López Obrador no tenía culpa de la violencia, que era una crisis heredada de gobiernos anteriores. Después sí denunció promesas incumplidas de este gobierno.
Pero parece que el presidente prefiere no escuchar críticas ni a las víctimas. Sólo atina a descalificar, sin matices, así sea a costa de dividir todavía más a una sociedad que arrastra heridas abiertas que él no está ayudando a sanar.