LA MALDICIÓN DE MIKLADALUR, EL PUEBLO DONDE TODOS LOS HOMBRES ESTÁN DESTINADOS A MORIR EN EL MAR
Entre el susurro estrepitoso de las olas del norte, la mirada fría de la mujer foca resguarda las costas de Mikladalur: la isla más inhóspita de Finlandia.
En la última de las islas perdidas de Finlandia, el golpe del viento contra las embarcaciones es casi férreo. Así es en las Feroe: todo el año se estanca en un invierno inhóspito, que imposibilita la comunicación y no permite un acceso fácil para los seres humanos. Algunos dicen que el simple hecho de ver las auroras boreales amerita el viaje hasta Kalsoy. Sin embargo, quienes realmente han llegado no han vivido para contarlo: se dice que ahí, todos los hombres mueren ahogados, víctimas de la maldición de Mikladalur.
Todavía más fría
La isla Kalsoy es la más alejada de todo el archipiélago finlandés. Siendo la más septentrional de todas, el acceso a los recursos es limitado. Si la niebla lo permite, se alcanzan a ver los fiordos del norte. De lo contrario, lo único que se percibe, dicen los viajeros más experimentados, es el golpe brusco del mar sobre los barcos.
Ya en la isla, la única carretera interrumpe el verdor de las montañas. Se extiende a lo largo de todo el pedazo de tierra, entre túneles y curvas casi imposibles de sortear. Al final del camino, la escultura de una mujer azul enfrenta a quien la visite con una mirada incluso más fría que el espacio que la rodea. Según dice la tradición oral, ella es la responsable de que los varones no salgan con vida de ahí nunca.
Detrás de ella, no hay nada más que la manta helada del mar. La localidad minúscula de Mikladalur, resguardada por la mirada expectante de la mujer, parece no tener problema alguno. A pesar de estar al borde de un acantilado pronunciado, las olas del Atlántico sólo se atormentan bajo la orden de la mujer. Por lo demás, los días discurren bajo el silencio de las nubes, mientras los pocos rayos de sol que llegan hasta allá se estacionan en las piedras de la playa. Algo ominoso sucede en la isla. Nadie sabe exactamente qué.
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Una aparición taciturna
La mujer foca de Mikladalur todavía rige muchas de las dinámicas del pueblo en Kalsoy. La creencia local asegura que todas las focas que habitan en la costa son personas que decidieron, voluntariamente, pasar el resto de sus vidas bajo las olas. La piel de su nuevo cuerpo les ayudaría a soportar las temperaturas tan bajas que alcanza el océano del norte.
Sin embargo, una vez al año, durante la Víspera de los Tres Reyes las criaturas de las olas se reúnen en las cuevas escondidas entre los acantilados de la isla. Sólo entonces se desprenden de su piel animal y bailan toda la noche frente al calor de una pira encendida, en torno a la cual cantan hasta que el sol se asoma en el horizonte. Alguna vez, un muchacho del pueblo propuso espiar a las personas-foca.
Quería saber qué hacían, cuál era el secreto. Cuando vio que se quitaban la piel de foca y la dejaban en la costa, una de las mujeres lo dejó boquiabierto. Fuerte, esbelta, con los senos firmes y las piernas desnudas, no pudo quitarle los ojos de encima en toda la noche. A sabiendas que tendría que regresar antes de que amaneciera, el joven decidió robarle su abrigo de piel.
Rapto
Cuando el alba empezaba a desfilar en la línea del horizonte, la mujer foca se dio cuenta del rapto. Al identificar al joven que le había quitado su vestimenta, se acercó a él con una mirada fría de furia. Él se echó a correr, esperando que lo persiguiera y se sometiera a obedecerle, ya que tenía en su poder su posesión más preciada. Ella, sin embargo, estaba agotada de la noche ritual.
A la mujer no le quedó más remedio que sucumbir a sus deseos. Con los años se casaron, y trajeron tres hijos al mundo. En ese tiempo, el hombre escondió la piel de foca en un baúl. Para que ella no pudiera abrirla, llevaba la llave en su cinto para tenerla consigo siempre, y que ella no pudiera escapar.
Fue un día de pesca que, confiado por la costumbre, dejó el cinturón en casa. Al terminar la jornada, se sentó en la orilla a ver qué había conseguido. Al llevarse la mano a la cintura, se dio cuenta de que la llave no estaba ahí. En ese momento, regresó corriendo a Mikladalur. Al entrar a su casa, encontró a sus hijos sentados a la mesa en silencio. Su madre no estaba con ellos.
Por hondo que sea el mar profundo
La mujer foca logró recuperar su prenda animal. Con la piel en mano, caminó hasta la orilla rocosa de Mikladalur y perdió la mirada largamente entre las olas. Ni siquiera el recuerdo de sus hijos era motivo suficiente para quedarse en el pueblo: después de una estancia forzada de años, había conseguido regresar a casa.
Miró por última vez la sombra que imprimen las montañas sobre el pueblo. Antes de desaparecer entre las olas, algo como una sonrisa triste le cruzó el rostro. Nadie supo de ella jamás. Enfurecido en pena, su raptor pensó en acorralar a todas las focas en la Víspera de los Tres Reyes para matarlas. Tenía todo listo: los hombres, las armas, la furia. Era cuestión de esperar.
Una noche antes de llevar a cabo su plan, su esposa le habló en sueños. Le advirtió que no llevara a cabo una venganza inmerecida. “Si lo intentas”, le dijo, “tú y tus hombres morirán en el mar. No quedará rastro”. No hizo caso. A la noche siguiente, mientras se preparaban para atacar, una tormenta estrepitosa azotó las costas de la isla. Con el golpe del mar, todos los hombres fueron arrastrados hacia la corriente violenta. Nadie salió con vida. Algunos dicen que detrás de esa ola devastadora estaba la mirada fría de la mujer foca.