El reto de Latinoamérica, un continente fallido: mayor integración y un ejército único
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Aunque existen múltiples definiciones de lo que puede ser un Estado fallido —Thürer, Chomsky, Clapham, Woodward, Duffield…—, podemos concluir que un Estado ha fracasado cuando no es capaz de garantizar la seguridad ni tiene capacidad para prestar los servicios básicos, cuando la corrupción y la inestabilidad institucional son altas y las deficiencias jurídicas constantes. Teniendo en cuenta estos elementos, América Latina es un continente fallido.
Prueba de ello serían los últimos meses, con crisis en Venezuela, Colombia, Ecuador, Chile, México y Bolivia. El balance es terrible: dos presidentes autoproclamados en un golpe de Estado consumado y otro fracasado, decenas de muertos, múltiples denuncias por violaciones, abusos sexuales y matanzas. A este inquietante escenario habría que añadir los casos de Brasil —comandada por un ultraderechista con debilidades por la dictadura pasada—, Argentina —en una situación de extrema fragilidad económica— y México —con ruido de sables de fondo—. Es el retrato de un continente próximo al colapso.
El origen de esta falla en América Latina puede enfocarse en las muchas consecuencias relatadas —corrupción, inestabilidad institucional, falta de independencia judicial…—, pero ello sería un error. Hay que acudir a la causa: el liberalismo impuesto por Estados Unidos. El continente latinoamericano ha sido subyugado desde mediados del siglo pasado a los principios económicos liberales —Chicago Boys, por ejemplo—, los cuales se impusieron gracias al sable de los generales —Pinochet, Videla, Figueiredo, Stroessner…— en un interminable vuelo del cóndor —Kissinger—.
De todas las consecuencias relatadas, la más importante es la desigualdad. La riqueza generada en América Latina no revierte en sus ciudadanos sino en las élites y las grandes empresas —muchas de ellas norteamericanas en parte o en su totalidad—. Ello genera que los pobres cada día sean más pobres y los ricos, cada vez más ricos, con lo que el avance social, aunque existente, resulta tan escaso que se encuentra en esencia quebrado.
La guerra —y los contendientes— ha sido la misma en todos los campos de batalla, por igual durante las últimas décadas que durante los últimos meses: en Venezuela o Cuba hay que derrocar a sus dirigentes para expoliar el país; en Bolivia ya se ha producido el golpe de Estado y pronto el cóndor arrasará con lo que encuentre a su paso, no sin antes dejar su rastro en el asfalto; en Chile y Ecuador, los militares han defendido a las élites con gran brutalidad; en Brasil, la ultraderecha cabalga y el ejército limpia las calles como en los buenos tiempos; en Colombia, los positivos vuelven a la primera línea; en México, los sables de los generales se afilan tras las detonaciones de las bandas criminales… Las élites quieren terminar con la redistribución de la riqueza de los gobiernos progresistas y, por supuesto, impedir que ello se produzca donde los liberales gobiernan.
La integración, el primer paso
Llegados a este punto, poco valor tiene el ejercicio descriptivo si no es acompañado de propuestas, porque se hace necesario que América Latina encuentre remedio a los principales problemas que le acosan y una de las pocas soluciones que existen, por no decir la única, pasa por la integración latinoamericana y la creación de un ejército.
Una integración que incluya instituciones judiciales, económicas y fiscales, con medidas correctoras para la redistribución de rentas y la disminución tanto de la desigualdad como de la pobreza y los desequilibrios territoriales. Un modelo similar al adoptado por la Unión Europea, pero que vaya mucho más allá —en Europa se quedaron en el negocio— y supere los escollos que los europeos no han sido capaces de superar.
Una América Latina integrada generaría múltiples beneficios. En primer lugar, supondría un punto de inflexión para solucionar dos de los problemas más acuciantes: la falta de seguridad interna y la carencia de estabilidad política. Combatir el crimen organizado y evitar golpes de Estado entre todos será más sencillo que por separado, es algo que en Europa se ha logrado. Un continente en el que día de hoy resulta impensable sufrir problemas de estas características, pero que durante el siglo pasado recibió considerables embestidas —Portugal, Grecia, España, Italia, Alemania…—.
En segundo lugar, se convertiría en un actor geopolítico, lo que dotaría a los latinoamericanos de un mayor grado de independencia, de la misma manera que sucede en Europa. Además, permitiría negociar con el resto de potencias —EEUU, China, Rusia, Europa— desde una posición más ventajosa, ya fueran asuntos económicos, medioambientales, bélicos o de otra índole.
El problema, al igual que sucede en la Unión Europea, radica en que la integración por sí misma —sobre todo si se cimenta en lo económico— permite resolver problemas de criminalidad y estabilidad, pero no es suficiente para afrontar los otros dos grandes problemas: la subordinación a EEUU —y a las élites y grandes empresas— y las desigualdades generadas por el liberalismo.
El liberalismo no se podrá afrontar —debido a su globalidad— desde unas coordenadas nacionales o regionales, seguramente colapsará por sí solo y ya estamos contemplando las primeras fallas, pero el grado de dependencia con los EEUU sí tiene una solución: ejército único. La posibilidad de crear un ejército ha sido impulsada —sin éxito— en Europa debido a la oposición precisamente de los norteamericanos, que siguen pretendiendo que el Viejo Continente sea un protectorado moderno a su servicio.
El ejército único, el final de la independencia
Sin embargo, ello no debe provocar el desánimo, ni mucho menos el abandono de la idea. La integración y el ejército único deben ser los objetivos para conseguir que Latinoamérica detenga su viaje al colapso. Para abandonar el borde del acantilado.
En un contexto de moderna colonización en el que la gran mayoría de países latinoamericanos y europeos son protectorados modernos, por cuanto pueden tomar decisiones a nivel interno —siempre que sean del agrado de EE.UU. o de lo contrario tendrán problemas—, los ejércitos solo tienen una razón real para existir, al menos en la forma en la que actualmente existen: son motor de la industria de las armas —EEUU es el principal suministrador de armas del planeta—.
Según distintas fuentes, los diez ejércitos más numerosos de Latinoamérica (Brasil, Colombia, México, Venezuela, Perú, Chile, Argentina, República Dominicana, Cuba y Ecuador) suman alrededor de 1,2 millones de militares. Pero ¿necesita Latinoamérica tantos militares? Si comprobamos que Estados Unidos, desplegado en todo el mundo y con grandes necesidades operativas, tiene 1,3 millones de militares y que Rusia, también con gran despliegue y operatividad, posee entre 500.000 y 750.000 efectivos, no es difícil responder a esa pregunta: no. Latinoamérica no necesita tantos militares; pero la industria armamentista y Estados Unidos —siempre que los ejércitos no estén unidos—, sí. Por ello, los norteamericanos serían el principal obstáculo que los latinoamericanos encontrarían.
Porque un continente unido que contara un ejército solo necesitaría entre 500.000 y 800.000 militares, con el ahorro que ello implicaría. Además, una América Latina con un ejército único sería mucho más difícil de controlar desde los EEUU como sucede en la actualidad y permitiría dotar a todo el continente de una estabilidad institucional y una seguridad interior con las que ahora no cuenta.
Pero no todo son malas noticias. América Latina tiene aliados y debe apoyarse en ellos. Tanto Rusia y China, por una cuestión de equilibrio geopolítico, como Europa, por su propio ánimo de independencia, son potencias que pueden y deben ayudar a recorrer el camino.
América Latina cuenta con más de 22 millones de kilómetros cuadrados y más de 620 millones de habitantes. Demasiado grande y demasiado poblado para ser un continente fallido que los Estados Unidos utilizan como si fuera un patio trasero. Deben decidir: protectorado moderno cercano al derrumbe o sólida potencia geopolítica.
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