El nacimiento de la mecánica cuántica

Nosotros desprendemos calor a una temperatura tal que no es visible para nuestros ojos, pero sí para esos dispositivos capaces de captar rayos infrarrojos. Por otro lado, la energía que emana del Sol o la llama de una vela lo hace a una temperatura mayor, y ya nos resulta visible. Asimismo, si calentamos una barra de hierro, veremos que llega un momento en que comienza a verse el calor, pues se “pone al rojo”, pero si seguimos incrementando la temperatura pasará a ser anaranjado y luego amarillo, ya que a esa luz se van sumando longitudes de onda cada vez más cortas.

A finales del siglo XIX, este tema interesaba en el mundo de la física, y tenía aplicaciones prácticas. Tanto es así que diversas fuentes afirman que en 1894 alguien habría encargado a Max Planck que investigase qué tipo de filamento permitiría a una bombilla de incandescencia producir mayor cantidad de luz con el gasto menor de energía eléctrica. Una vez más, se non è vero, è ben trovato .

El caso es que, por entonces, aquel matemático alemán, catedrático de Física Teórica en la Universidad de Berlín, andaba enfrascado en comprender de verdad esas relaciones entre intensidad de una radiación, temperatura y color –o longitud de onda–, y que a veces mostraban comportamientos sorprendentes. El 14 de diciembre de 1900, una fecha hoy considerada histórica, pues representa el nacimiento de la mecánica cuántica, Planck hizo públicas sus ideas en una reunión de la Sociedad Alemana de Física.

La aportación más revolucionaria de su trabajo, que tituló Sobre la teoría de la ley de distribución de energía en el espectro continuo , consistió en afirmar que la energía no puede tomar un valor cualquiera, sino que ha de ser forzosamente un múltiplo entero de una cantidad mínima que él denominó quantum y ahora llamamos cuantos. La naturaleza es rígida con las cantidades de energía que un cuerpo puede emitir o absorber.

Aquella idea de que en la energía también había átomos, como en la materia, tuvo prontas implicaciones. En 1905, Einstein dio la explicación al efecto fotoeléctrico –lo que le valdría el Nobel, en 1921– mediante los cuantos de energía luminosa –los fotones–, y justificó cómo estos eran o no capaces de arrancar electrones a los átomos. Como para gustos se pintan colores, cada cuanto tiene una energía diferente según sea su longitud de onda; los cuantos de luz infrarroja son menos energéticos que los de luz roja, y los ultravioleta más que los visibles. En 1913, Niels Bohr propuso un modelo atómico planetario, en el que las órbitas circulares de los electrones habían de cumplir las normas cuánticas, y no podían tener un radio cualquiera. Con ello se explicaban los espectros de emisión del hidrógeno. En 1918, Planck ganó el Nobel “por su papel en el avance de la física debido al descubrimiento de la teoría cuántica”.

Tras la Primera Guerra Mundial, un ejército de físicos desarrollaría la nueva ciencia: De Broglie, la dualidad onda-partícula; Schrödinger, las ecuaciones de onda; Heisenberg, el principio de incertidumbre; Pauli, el principio de exclusión; Gamow, el efecto túnel… Paul Dirac publicó en 1930 el libro Principios de la mecánica cuántica , que se convirtió en manual imprescindible para la comprensión de esta fascinante disciplina científica.

Hoy, la teoría cuántica nos sirve para entender los átomos, los enlaces químicos, la conductividad de los metales, la interacción de la luz con las partículas, el comportamiento de los semiconductores, la superconductividad y la superfluidez; también propiedades térmicas, como la radiación, y magnéticas, caso del antiferromagnetismo; y tantos otros conceptos y fenómenos. Entre sus aplicaciones tecnológicas tenemos el transistor, los láseres, la fibra óptica, la iluminación con ledes y todo un futuro en ordenadores todavía imposible de imaginar.

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